Tulipanes pochos

Hace un par de meses hicimos un viaje relámpago a Amsterdam, aprovechando un puente escolar. Tras sobrevivir a las bicicletas kamikazes, las escaleras que había que tratar con piolet y el aroma que permeaba prácticamente todo el centro, me vi de vuelta en Madrid con una bolsa de bulbos de tulipán, que me salieron bastante más baratos que si los hubiera comprado en 1836, y decidí estrenar con ellos los maceteros que llevaban colgados en el piso desde que nos mudamos hará nueve años y que tanta ilusión me hizo ver en aquel momento.

Marzo no es el mes adecuado para plantar tulipanes, pero a veces compensa más hacer las cosas mal que no hacerlas, aunque sea por salir más sabio de la experiencia y que esa sabiduría consista en “no deberías haber hecho eso”, así que un sábado quedé para desayunar churros con mi padre y volví a casa con macetas, tierra e iniciativa. Planté aproximadamente la mitad de los bulbos que había comprado y puse uno en una copa de champán de plástico con agua para ver si germinaba algo o el señor de ojos rojos y sonrisa abierta que me los vendió en el Bloemenmarkt me había dado gato por liebre. A los cuatro o cinco días el bulbo del vaso empezaba a alargar tallo y raíz, lo que me alegró mucho en buena parte porque me venía fatal hacerme el camino hasta Países Bajos otra vez a pedir que me devolvieran los cinco euros que pagué por la bolsa de bulbos.

Las siguientes dos semanas las ocupaba mirando las macetas a ver si encontraba algo verde abriéndose camino a través de la tierra negra, que regaba con mucha ilusión pero poca esperanza, mientras el bulbo de la copa de champán, que había instalado en la ventana del cuarto de baño baño que da al oeste para que disfrutara del sol que cada atardecer perfila el skyline madrileño y que, la verdad, es quizá una vista demasiado espectacular para confinarla a la ventana de un cuarto de baño, disparaba su pequeño tallo hacia arriba.

Y nacieron.

Un brotecito asomando la cabeza un día, una hoja que empezaba a desplegarse, luego dos, tres, y yo tan contento con el vaso de la batidora, porque ni regadera he comprado, dándoles de beber y sintiéndome un rey de la horticultura, porque el efecto Dunning-Kruger es lo que tiene. Les hacía fotos para controlar su crecimiento y las compartía con amigos y familia que no me han llamado pesado todo lo que me he merecido, pero que seguro que ahora se alegran aún más de que no tenga mascota ni hijos con los que dar la turra.

Cuando se abrió el primer capullo de color rosa chicle, y los siguientes, también rosas y uno rojo al que queremos igual que a sus hermanos, no cabía en mí de orgullo. Miraba a la ventana cada vez que salía a la calle para ver cuánto asomaban, y ya pensaba en redistribuir los bulbos para el año que viene, quizá comprar una maceta de interior para ponerla en la mesa del salón, y si hay que quitarla cada vez que vayamos a usarla, pues se quita pero la belleza está por encima de la comodidad. Mudarnos a un ático o un chalet urbano donde tener una pequeña huerta y un jardincito, que está claro que esto hay que aprovecharlo.

La semana pasada, la lluvia y el viento se cargaron mis tulipanes.

No fue de una vez, sino poco a poco. Una noche veo que el viento dobla un pétalo del primero que había salido, el más grandote de todos, pero no pasaba nada que él podía con eso y más. El problema es que luego vino más, claro: tres días, tan solo tres días han bastado para ir tronchando y haciendo caer los pétalos de mis pequeños vástagos, y ahora miro por la ventana y encuentro los tallos aún obstinándose en erguirse, coronados por un pistilo calvo que en Florida a estas alturas ya habrían mandado retirar por pornográfico.

Su belleza ha sido efímera, pero nadie puede negar que ha existido. Que han crecido día a día, que han provocado sonrisas a quienes los mirábamos, y satisfacción al responsable y testigo de su desarrollo. Y un detalle tan absurdo y nimio como la muerte no puede borrar algo tan grande.

Plantar y ver crecer estos tulipanes me ha recordado por qué sigo sacando tiempo para escribir siempre que puedo, aunque sean solo dos o tres páginas cada vez, por qué voy cada día a hablarles de Lope, Cervantes y Gaiman a chavales que solo quieren seguir viendo multimillonarios marcando goles o curvas creadas por filtros fotográficos bailando. Porque a veces nace un brote, y no hay nada que se acerque a la sensación de pensar que quizá, solo quizá, tú hayas tenido algo que ver con ese brote.

Ayer planté gladiolos.

1 Comment on Tulipanes pochos

  1. Pues ojalá con tus gladiolos tengas la misma suerte que con los tulipanes. Que ese disfrute, aunque haya sido efímero, no te lo quita nadie. Ánimo en tu lucha educativa, debe ser realmente difícil.

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