Reseña: Scoville

Ed Marriott, 2014 - Tasty Minstrel Games

Farm is Hell

Farm is Hell.

Me suelo quejar de que los juegos de gestión de recursos estos días adolecen por lo general de una falta de originalidad bastante cansina: construye cosas para conseguir influencia y ganar prestigio en la Alemania de los siglos XVI-XVIII. A veces cambian el país o la fecha o, en los casos más arriesgados, ambas cosas (¡eh, éste es distinto, es Francia en el siglo XIV!, gritarán las hordas enfurecidas), así que cuando alguien plantea algo ligeramente distinto no tengo más remedio que poner la cartera donde tengo la boca y darle una oportunidad.

En Scoville somos granjeros en un pueblo que está completamente obsesionado con las guindillas, hasta el punto de haber elegido como nombre el del creador de la escala para medir su potencia. Hay algo en los trasfondos tan locos en los que todo el mundo parece poseído por la misma monomanía colectiva que me atrae: en Pokémon, una de las cosas que más me llamaba la atención era el modo en el que toda la sociedad giraba en torno a la cría, cuidado y entrenamiento de los bichos en cuestión: fueras donde fueras, había alguien que te hablaba cautivado de la suavidad del pelaje de tal bicho, o de cómo había abandonado a su familia para cuidar gusanos del tamaño de perros y nunca había sido tan feliz: en Scoville el mundo se para durante un día para cultivar y cocinar las guindillas más picantes y de crecimiento más rápido de la Historia.

Vivirás y morirás por esta tabla.

Vivirás y morirás por esta tabla.

Por supuesto, el objetivo último del juego es, cómo no, conseguir puntos de victoria. En Scoville hay dos modos básicos para llevárselos: plantar guindillas extra picantes antes que nadie, y completar pedidos a base de las que has ido recolectando, que darán más puntos cuanto más difícil sea el pedido en cuestión. Y ahí es donde entra la parte chula del juego: la recolección y cruce de guindillas.

Porque en el pueblo de Scoville, aparte de ser fanáticos del picante, son comunistas convencidos, y el adagio de “la tierra para el que la trabaja” lo llevan a rajatabla: existe un único huerto, en mitad de la plaza del pueblo, con espacios para plantar guindillas de diferentes colores y en cada turno plantaremos guindillas en ese huerto para después movernos entre ellas recolectando los resultados de haber jugado a ser dioses y manipulado genéticamente esas guindillas mediante el cruce selectivo: cada paso que demos que nos ponga entre dos guindillas nos proporcionará una a nosotros, cuyo tipo dependerá del cruce en cuestión: si pasamos entre una guindilla azul y una amarilla, obtendremos una verde, y así seguiremos, como pequeños Mendels de la capsaicina. Estas guindillas recolectadas son las que después podremos cambiar por dinero, más guindillas o puntos de victoria más adelante.

Arriba, pimientos de la Tierra; en pie, picantona legión.

Arriba, pimientos de la Tierra; en pie, picantona legión.

El modo en el que se determina qué guindillas obtendrá el que se mueva a qué espacios, y el hecho de que no podamos dar marcha atrás ni pasar por donde está el peón de otro jugador añade a la gestión de recursos típica un componente espacial que a mí me ha encantado: trazar la ruta óptima, planear las plantaciones y cruces para conseguir las mejores guindillas y bloquear el paso a los demás jugadores son las claves de Scoville, y lo que hacen de él un juego que consigue arañar un poco de originalidad en un mundo que cada vez parece más agotado.

Scoville es exactamente mi tipo de eurogame: directo, fácil de explicar y entender, con sus dosis adecuadas de azar, planificación e interacción y con una duración muy ajustada (nunca más de hora y media). A los aficionados a los juegos más estratégicos les puede decepcionar la falta de combinaciones ocultas o “exploits“, y quizá encuentren que el juego termina justo cuando pareces haber comenzado a encontrar un motor en forma de ruta circular especialmente lucrativa, pero está en ese puntillo de “más complejo que Catán pero más ligero que Agricola que a otros nos encanta. Si ese es tu caso, ya sabes qué apuntar en tu lista de deseos.

Lo mejor: el componente espacial te obliga a pensar de modo distinto a otros juegos.

Lo peor: algunos colores pueden ser difíciles de distinguir en según qué condiciones y para según qué ojos.

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