Reencuentro
Sabían que esa sería su última noche y, sin embargo, ninguno de los dos pronunció una sola palabra. ¿Cómo hablar cuando falta el aliento, cuando sus respiraciones entrecortadas inventaban palabras que no podían existir en ningún otro idioma? Dejaron que las caricias fueran sus despedidas; los besos, sus promesas; los gemidos, sus declaraciones.
Amanecieron desnudos y abrazados. Fingieron seguir dormidos hasta que no hubo más remedio que aceptar la mañana, la verdad, el adiós. A uno lo llamaba el campo; a otro, el ejército. Un paso antes de atravesar la puerta del cocero, un último beso silencioso, largo y triste vio desvanecerse a los dos amantes mientras en su lugar aparecían de nuevo el señorito y el peón.
Pasaron meses grises de sol, azada y trigo; de fusil, polvo y sol. Dejaron que el tiempo hiciese en ellos su festín, se alimentaron de la fatiga diaria, pan y una soledad neutra que no llegaba a ser un sentimiento.
Pensaban en gris, también, cuando estalló la guerra.
Las hojas secas crujían bajo las botas cansadas de los soldados. El frente estaba a pocos kilómetros, lo suficiente para no oír los fusiles, pero sí los cañones. Todo pasó tan despacio, tan deprisa. El grito de advertencia a sus espaldas, tiempo apenas para asustarse antes de que el mundo se haga añicos, la inútil lucha por ver algo a través de aquel rojo espeso que lo cubría todo, la ahogada exclamación de sorpresa, tan lejana, tan vagamente familiar…, y la otra voz preguntando.
—¿Conocías a éste?
—Sí —el cuerpo tendido, desparramado, ya no oía nada—. Era un maricón de mi pueblo.
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