Qué compramos cuando compramos cosas

Compramos cosas que no necesitamos, con dinero que no tenemos, para impresionar a gente que no nos agrada

—Winston Churchill

O Dave Ramsey. O Chuck Palahniuk. O Henri Gauvreau. O Will Smith. O yo qué sé, el Ratón Pérez. En cualquier caso es una cita magnífica, digna de comprarnos una camiseta o una taza que la muestre en letras bien gordas, para que todo el que nos vea con ella sepa lo especiales que somos.

Pero, ¿es ese realmente el motivo por el que compramos cosas? Y, aunque sea un motivo, ¿es el motivo, o uno de muchos? ¿Por qué nos gusta tanto comprar cosas?

Quien más, quien menos, quién no ha tenido uno de esos días en los que nos hemos levantado con el pie izquierdo, o la jornada laboral ha sido especialmente dura, o nos han dado una mala noticia y hemos pensado un “me lo merezco” a la hora de abrir el monedero o pulsar en el botón de «¡Cómpralo ya!». Y quizá sea ese y no ese supuesto afán de impresionar a gente chunga el principal impulso que nos lleva a comprar cosas innecesarias: el puro placer de comprar, de tomar posesión de algo que no teníamos antes. Es un acto de validación y conquista bastante poderoso, y muchas veces desligado del objeto que compramos. Si alguna vez has patrocinado un proyecto de micromecenazgo, habrás participado de ese momento de exaltación al confirmar tu contribución, tan efervescente que luego a veces te sorprendes cuando llega a tu casa, meses o incluso años después, un paquete con la recompensa que tanta ilusión te había hecho en el momento y de la que ya te habías olvidado. Para este subidón de endorfinas hace tiempo que he adoptado un doble ritual: en primer lugar, emocionarme al máximo con cualquier proyecto de gran envergadura, de estos que consiguen un chorreo de metas adicionales en los primeros días, y apuntarme con todo, da igual lo que cueste, y luego un par de días después cancelar la aportación: así tengo doble recompensa emocional: la primera como comprador impulsivo, y la segunda como ahorrador juicioso. Lo mejor es que cuanto más excesivo sea el precio a la hora de aceptarlo, mayor es el ahorro al cancelarlo, y más orgulloso estoy de mí mismo a consecuencia de ello. Mira qué bien me van a venir estos quinientos euros que ya no me gasto en este juego de batallas fantásticas entre orcos y muertos vivientes.

La pega es que hay que acordarse de cancelar esas aportaciones si no queremos llevarnos un susto al finalizar la campaña y ver la cifra desaparecer de verdad de nuestra cuenta corriente.

Otras veces sí queremos ese objeto físico o digital, pero seguimos sin tener intención de usarlo. Esa campaña de rol que va a la estantería y que no vas a leer por si acaso alguien quiere dirigirla; ese libro que te llevaste prestado de la biblioteca y como te ha encantado, lo compras y lo colocas en la estantería; ese juego tan divertido que siempre vas a jugar con la copia del club porque es un peñazo transportar la caja de aquí para allá; ese bundle de videojuegos que te ofrecen la saga completa de ese juego que empezó a estar bien a partir de la cuarta entrega. Validamos con dinero y recibiendo a cambio un ítem una experiencia positiva que ya hemos tenido o que vamos a tener igualmente, tan interiorizado tenemos el concepto de que es el precio pagado lo que da valor a algo.

Y luego, claro, está lo que compramos que no es el objeto por el que pagamos: al comprar un juego estamos comprando la idea de tener tiempo para jugarlo en esas vacaciones, descanso o jubilación que planeamos. Comprar un libro que colocar en la pila de lecturas pendientes es una declaración de intenciones: quizá no tengamos tiempo ni ganas de leer más, pero al menos ponemos dinero en ello, así mostramos nuestro compromiso. Compramos un ancla que nos evite el viaje hacia adelante cada vez que nos hacemos con una reliquia de nuestra infancia. Pagamos la cuota de admisión del club al que queremos pertenecer en forma de atuendos o fotos de estanterías: nuestro amor por un mundo de fantasía, una idea, un juego se mide por la cantidad de Funkos de la serie que poseemos, aunque no seamos capaces de distinguir qué se supone que representan sin mirar el nombre en la caja.

Compramos cosas que necesitamos por motivos distintos a la cosa en sí, para convencernos a nosotros mismos de nuestra valía.

Me gustaría terminar este texto diciéndoos que no hace falta hacer nada de esto, que podemos jugar durante años con la colección de juegos más reducida, que no hace falta estar al corriente de las últimas novedades para disfrutar una afición y que la pasión y el gasto no tienen por qué ser proporcionales, pero sería muy hipócrita por mi parte y os respeto más que eso, así que me limitaré a proponeros ver qué pasa si, la próxima vez que estemos contando billetes para ponerlos sobre un mostrador, nos preguntamos antes qué es lo que estamos comprando realmente, y si nos compensa el precio a pagar por ello.

2 Comments on Qué compramos cuando compramos cosas

  1. Me ha encantado. Primero, porque me ha hecho muchísima gracia tu doble ritual ante los micromecenazgos 🙂 Segundo, porque reflexionar sobre nuestro consumo es algo mucho más profundo e importante de lo que parece. Creo que quizá una parte de las complicaciones de nuestras se deben a esa causa, el consumo innecesario.

  2. Creo que has de comprar las obras completas de Lipovesky, o por lo menos
    La felicidad paradójica: Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo y El imperio de lo efímero… es esto, pero encima más completo 🙂

    ACV

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

%d