Limítame esta
La polémica de los últimos días ha vuelto a poner sobre la mesa el debate en torno a los límites del humor. Da igual cuándo leas esto. Porque siempre va a haber gente que diga cosas, y siempre va a haber gente a la que no le gusten esas cosas y, al final, el único matiz está en la capacidad de hacer daño que tengan estos últimos: si pueden hacerte beber veneno, exiliarte, darte un bofetón o tuitearte insultos en mayúsculas.
Tendemos a poner el límite en la violencia física, y no voy a decir que sea un mal punto de partida, pero creo que resulta perversamente ingenuo quedarse ahí. Porque hay muchos tipos de violencia y muchas clases de agresión, y de todas ellas sacar la mano a pasear suele ser la menos elaborada y dañina. Pero limitándonos a los límites del humor, y cuándo un chiste es válido o no, como yo no paso del perro Mistetas me vais a permitir que me apoye en las palabras de otros algo más versados en el tema que yo.
Y me gustaría hacerlo diciendo que Terry Pratchett dijo que el propósito de la sátira es ridiculizar al poder, pero que si te ríes de gente que sufre eso no es sátira sino maltrato, pero como tengo entendido que mentir está feo y esas palabras no salieron así de su boca, pluma o teclado que sepamos, mejor lo dejamos estar. Y además, Pratchett era un tipo listo y sabía perfectamente que la sátira ha apuntado hacia arriba, hacia abajo y hacia los lados desde antes de Aristófanes, y que una cosa es cómo nos gustaría que funcionara el mundo y otra cómo funciona.
Por su parte, Mel Brooks dio bastante en el clavo de una manera muy honesta y mucho más técnica que moral cuando dijo eso de Tragedia es cuando yo me corto el dedo. Comedia es que tú te caigas por una alcantarilla y te mueras, que viene siendo lo de siempre: lo que les pasa a otros nos hace gracia; lo que nos pasa a nosotros, ya no tanto.
El humor muchas veces, decía, es un tipo de violencia. Cuando odiamos a alguien hacemos chistes a su costa, nos reímos de él para mostrarle nuestro desprecio, respondemos a sus palabras con motes y chanzas, lo convertimos en un gif que mandar al grupo de los amiguetes. Y claro, si estamos en contra de la violencia como absoluto, también nos debería tocar estar en contra del humor. Podríamos querer matizar y decir que no consideramos como válido el humor que atenta contra la dignidad de personas o grupos concretos pero caramba, es que muchos de esos chistes son tan graciosos…
Y a veces no es ni siquiera el chiste en sí, sino de dónde y por qué viene. Las mismas palabras que te causan risa en una reunión de amigos provocan ira si te las dice un desconocido en el metro, o simplemente dependiendo de la expresión del rostro de quien las pronuncia.
Porque la clave está en la intención. Y eso es un problema más, claro: ¿cómo podemos estar totalmente seguros de la intención de alguien? ¿Cómo fiarnos de un yo solo quiero hacer reír de alguien que siempre apunta hacia abajo? ¿Cuál es el límite entre la comedia de insulto y el insulto? Es más, ¿es siquiera bueno que exista un límite?
Una cita de Ricky Gervais muy difundida y con la que suelo estar de acuerdo con matices es la que dice Solo porque estés ofendido no significa que tengas razón, lo cual es completamente cierto, pero ojo a la atención que dimos en el instituto cuando se daba Lógica, porque no es lo mismo que decir que el hecho de que alguien se sienta ofendido le quite automáticamente la razón. Sentirse ofendido por algo significa simplemente eso: que te sientes ofendido. Y ahí analizamos el porqué de ese sentimiento y vemos si es culpa del ofensor, un exceso de sensibilidad por parte del ofendido o, como acaba siendo en la mayoría de los casos, una cuestión accidental.
Más interesante es ver qué hacemos cuando nos damos cuenta de que estamos ofendiendo a alguien sin ser esa nuestra intención. Lo de que no sea nuestra intención ofender es importante, claro, porque en caso contrario es simplemente una cuestión de haber cumplido nuestro objetivo, y allá cada cual con su conciencia. Podemos pensar que es una cuestión de la generación de cristal, que son todos unos ofendiditos y claro, con tanta postcensura no se puede decir nada, y seguiremos satisfechos en nuestro pedestal de grandeza hasta que seamos nosotros quienes nos cortemos el dedo. Podemos pensar que no es para tanto, que nos han entendido mal, y cometer el pecado mortal de explicar por qué lo que hemos dicho es gracioso. Podemos reaccionar en el momento y salvar la situación, controlar el público en el que decimos según qué cosas o intentar eliminar de nuestro repertorio mental todo aquello que pueda ofender los sentimientos de alguien en un contexto dado. En cualquier caso, la decisión será nuestra y las consecuencias de haberla tomado también: defender la libertad de expresión absoluta y luego llorar porque otros usan su libertad de expresión para criticarnos no es ser una víctima de la cultura de la cancelación: es ser un hipócrita, un imbécil o ambas cosas, igual que el que considera inadmisibles solo los chistes que atacan a gente que a él le caen bien.
Al final la solución se resume en una máxima fácil de escribir y memorizar pero quizá no tanto de llevar a la práctica: tratar de no ser un gilipollas.
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