Leer hasta que duela

No sé a cuántos de mis conocidos, sobre todo a los más superficiales –vecinos, cajeros, conductores de autobús, carteros, alumnos y padres, tíos o amigos de alumnos…– les pareceré un borde o un maleducado, incluso un huelemierda, pero aventuro que tienen que ser bastantes. Y no porque me lo merezca –al menos, no siempre–, sino porque soy un desastre en todo lo que rodea al encuentro casual: combino los imperdonables defectos de caminar mucho, lo que me hace más visible por la calle y aumenta la frecuencia de los encuentros, y de fijarme poco en mi entorno: si no llevo unos cascos en los oídos, llevo un libro abierto en la mano, y así no hay manera de cumplir con los rituales sociales de los buenos días, el gesto con la mano o el levantamiento de barbilla que sirven para reconocer la existencia del otro en general y ya concretando más su existencia en un determinado lugar y un determinado momento, ambos próximos a la eventualidad propia, dos chispas dándose sentido mutuamente en lo que dura el crepitar de un fuego condenado a apagarse.

Se te van a secar los sesos, me solía decir mi madre, acusando de tan horrendo fin, según tocase, a los tebeos, los videojuegos, los juegos de rol, las series de televisión, las películas, Magic y, sobre todo y principalmente, a los libros. No porque ella tuviera nada concreto contra la lectura, sino porque, por una pura cuestión estadística, lo más probable era que la actividad en la que anduviera enfrascado en un momento dado en lugar de estar haciendo lo que se supusiera que debería estar haciendo en ese momento era leer. En lugar de recoger mi habitación, estaba leyendo. En lugar de salir a que me diera el aire, estaba leyendo. En lugar de estudiar para el examen de Literatura, estaba leyendo. En lugar de leer lo que se me mandaba, estaba leyendo lo que a mí me daba la gana. Y así he salido.

Supongo que debo darle las gracias al aburrimiento, a ese bendito aburrimiento ahora imposible de alcanzar, de cuando no llevábamos todos en el bolsillo esos objetos que nos vendieron prometiéndonos acceso ilimitado a la cultura y que nos han convertido en esclavos de publicidad, odios y pasos de baile. De cuando uno buscaba con qué ocupar la mente y alargaba el brazo hasta la estantería y pescaba lo que allí hubiera, que podía ser tanto un Súper Humor como Fausto, y realmente daba igual, porque en aquel momento cualquiera de ellos era un amigo que acudía al rescate a salvarnos del silencio y el vacío, que por aquel entonces aún existían.

Quizá aún más extraño puede resultar el hecho de que nadie se preocupaba, deshidratación encefálica aparte, por protegerme de los perniciosos efectos que una expresión cultural u otra pudieran causarme dada mi condición, de la que no debí de curarme bien porque sigo notando las secuelas, de infante impresionable. Y si después de Fray Perico y su borrico tocaban Shakespeare y sus chanzas sobre higos y peras, o si entre Mortadelo y Spider-Man caían en mis manos las aventuras de Makinavaja, pues que fuera. Algunas obras las entendí mejor y otras peor, y en más de una ocasión tras visitarlas de nuevo me ha llegado a asustar y a maravillar que según qué cosas no se me hubieran quedado grabadas a fuego en la mente. Puede que con los traumas culturales ocurra un poco como con los físicos y que, tras caer en el suelo de cemento de haber leído a Alan Moore antes de tiempo, mirara hacia atrás para ver si tocaba llorar o no y, al no encontrar gestos de terror en los rostros adultos que me rodeaban, me sacudiera el polvo, me encogiera de hombros y continuara con lo mío, fuera lo que fuera lo mío.

Ahora soy más consciente y me preocupa más lo que leo: intento seleccionar tomando como base principal la variedad, frecuentando a mis favoritos pero sin perderme en ellos, indagando en busca de novedades que me intriguen y de huecos en las listas de imprescindibles, dejándome llevar por el azar, las recomendaciones e incluso, qué caramba, de vez en cuando también las modas. Sigo sin responder a la mitad (quizá más, quizá menos) de los saludos por estar enfrascado en lo que leo o escucho y darle prioridad a ello, y en todo este tiempo me he encontrado cosas de todo tipo pero, sin duda alguna, me he arrepentido más veces de lo anodino que de lo ofensivo, de lo soso que de lo infame, de lo formulaico que de lo fallido.

Doy gracias a que Lovecraft viviera sumido en el terror y los prejuicios, porque sin ellos no habría escrito El horror de Dunwich; quizá, eso sí, hubiera podido pasar sin El horror de Red Hook, aunque fue una lectura provechosa en cuanto a advertencia de los peligros de según qué fanatismos y a preguntarme qué habría sido del pobre Howard Phillips si hubiera tenido acceso a Twitter. Y doy gracias también a que Roald Dahl impregnara de su propia horrenda personalidad sus obras para permitirme ver el mundo a través de los ojos de una mala persona y encontrar aun así belleza en él. Y que ambos sigan siendo responsables de sus palabras y que la posteridad, sea lo que sea eso, los juzgue por ellas sin que nadie los absuelva por medio de la edición. Doy gracias por todas las lecturas que me han dolido, porque cada una de ellas ha sido una lección valiosa. No a pesar de sus defectos, sino gracias a ellos.

Nosotros tenemos la obligación de vivir de una manera acorde a nuestra moral para poder dormir por las noches. El arte no duerme, y por tanto no está atado por esas limitaciones, y mejor que sea así mientras el mercado lo permita.

6 Comments on Leer hasta que duela

  1. Excelente. ¿Qué más puedo decir?

  2. Un gusto leerte. Solo se me ocurre hacerte una recomendación, por si acaso está todavía entre tus desconocidos. Galdós, y por darte un primer título, Doña Perfecta.

    • Gracias. A Galdós lo conozco a la fuerza (cuando no escribo tontás soy profesor de Lengua Castellana y Literatura), y desde luego que es más que recomendable 🥰

  3. Jajaja, ha sido como recomendarle una sartén a Arguiñano.
    Puestos a hablar, me encantaría que desarrollaras lo que comentas de Roald Dahl. Lo he descubierto ya de mayor (a mis cuarenta y tantos), y me ha maravillado su literatura infantil, que es la que he leído (creo que todo lo que hizo). También estoy en proceso de leer sus cuentos para adultos. Reconozco que soy un lector bastante superficial, así que quizá no he sabido ver esa horrenda personalidad que comentas. Quizá te refieres al hecho de que en muchos de sus libros castiga a los personajes que él presenta como malos, como por ejemplo los acompañantes de Charlie en su visita a la fábrica. O los padres de Matilda, por ejemplo. O quizá te refieres a otra cosa, no sé.

  4. Yo recuerdo haber leído toda mi vida, desde que era muy, muy pequeño. Y he leído de todo: tebeos, cómics, ensayos, novela histórica, clásicos de la fantasía y la ciencia ficción y clásicos «de verdad». No me puedo imaginar la vida sin libros.

    Y la verdad, nunca he entendido que se censuren libros o que los juzguemos desde la óptica del siglo XXI en lugar de como obras creadas en un tiempo y lugar determinados. Censurarlos o cambiarlos para que sean más «adecuados» a nuestros tiempos supone perder otros puntos de vista y otras experiencias. Prefiero mil veces un prólogo actualizado de alguien que conozca al autor o autora y nos ponga en contexto las circunstancias del libro que un intento de adaptar su contenido para que sea más «adecuado».

    De Lovecraft ya conocía su miedo a lo diferente, pero la personalidad de Dahl no la conocía en absoluto. Pero aprendí hace mucho tiempo a separar al autor de su obra. Se puede, y tampoco exige tanto esfuerzo mental.

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