El matador de dragones
Ya casi no recuerda la vez que mató su primer dragón. El pueblo estaba en peligro y en aquel momento era, simplemente, lo que era correcto hacer. Guiado aún no sabe por qué mano, tan lleno de miedo que apenas era consciente de lo que ocurría a su alrededor, hundió la espada en el centro del pecho de la bestia hasta que su sangre negra le chorreaba por el codo. Después marchó de viaje, decidido a acabar con aquella plaga, a conseguir que nadie jamás tuviera que volver a tener miedo de un dragón. Recorrió todo el mundo, acabando con todos los monstruos que encontraba a su paso, y con cada estocada mortal que lanzaba iba creciendo en él un extraño sentimiento: acabar con aquellas enormes bestias le hacía sentirse poderoso, grande, temible. No notó los cambios en su mirada, en su porte, en su mismo aspecto que hacían que los habitantes de los pueblos que visitaba lo mirasen cada vez con mayor recelo, hasta aquel día en que, acorralado, con el escudo roto y con la espada arrancada de su mano, sin saber cómo, mató a su oponente con un poderoso chorro de fuego. Entonces por fin comprendió: se despojó de la coraza, mucho más frágil que las escamas que cubrían su pecho, desplegó las alas ocultas y se elevó sobre las nubes sonriente y triunfal, el último de su raza.
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