Duelo entre caballeros
Los dos músicos llegaron al mismo tiempo a la esquina. Uno venía de la línea gris, el otro de la azul. No era cuestión de ponerse a pelear ni a disputarse el lugar a los gritos, no fueran a tomar parte los vigilantes del metro y los expulsaran a ambos, así que decidieron resolver el asunto de una manera honorable: debían librar un duelo de música.
El más joven abrió el maletín del que sacó su saxofón, al que acarició un segundo como se acaricia a un amante antes de colgárselo al cuello. El otro, ya anciano, desenvolvió con no menos cariño su clarinete y dejó a un lado el viejo trapo mientras miraba con complicidad a su amigo de hacía tantos años. Sin pronunciar una palabra, ambos comenzaron a tocar a un tiempo.
Se miraban a los ojos, fijamente, mientras tocaban uno contra el otro, pero los dos a un tiempo. Todos los que pasábamos nos quedábamos mirando y escuchando aquella melodía nueva, salida de un corazón que era todo pasado y otro que era todo futuro, y que se hacía eterna, infinita, durante los pocos segundos que cada oyente la podía oír mientras nos llevaba el mar de gente que recorría los pasillos del metro. Aquel día las monedas formaron montones sobre las chaquetas extendidas en el suelo.
No se detuvieron para comer, no pararon a recoger las monedas ni a tomar aire; era una lucha, una guerra de resistencia y de talento en la que ninguno de los dos quería retirarse. Siempre con los ojos fijos, trataban de sorprenderse el uno al otro con un nuevo ritmo, una melodía, un compás que el oponente no supiera contrarrestar, pero siempre había una respuesta magistral. Siguieron aquella batalla sin cuartel hasta que se anunció el último metro, ya de madrugada, y tuvieron que marcharse.
El joven le tendío la mano al anciano, que la estrechó con fuerza.
—Ha sido un placer. ¿Quién ha ganado?
—Ambos —respondió el anciano, envolviendo el clarinete en el trapo sucio y roto—. Tendremos que seguir mañana, a ver quién se queda con la esquina.
—Trato hecho. Mañana, aquí, a la misma hora.
El vagón de la línea gris abrió las puertas, y el saxofonista se dirigió a la esquina. Estaba vacía. Esperó, mirando hacia todas partes, con una mezcla de emoción y nerviosismo, mientras desenfundaba su instrumento, se lo colgaba al cuello y comenzaba a afinarlo, pero nadie llegó. Decepcionado, se encogió de hombros y comenzó a tocar: probablemente el anciano había decidido retirarse…
Posó los labios sobre el saxo, empezó a soplar y entonces, al mismo tiempo que las notas surgían, el aire vibró con otra música distinta, una música que acompañaba a la perfección a la que estaba tocando, pero que cada vez introducía un nuevo elemento que lo obligaba a variar su propia interpretación en respuesta; notas que no procedían de ningún punto concreto, pero que podían oírse en todas partes. El viejo clarinetista, después de todo, había acudido a la cita.
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