Christopher Nolan y reescribir a Agatha Christie

Anoche vi por primera vez Interstellar y no voy a decir que la sufriera, pero sí estoy seguro de que habría disfrutado mucho más esa historia si hubiera estado contada de otra manera; concretamente, si el director no hubiera decidido parar cada cinco minutos para resumir los conceptos de los que habla una y otra vez: si un astronauta tiene que explicarle a otro qué es un agujero negro o cuál es la premisa básica de la ley de la relatividad de Einstein es que, como mínimo, algo ha ido muy mal en el proceso de selección de la tripulación.

Quizá me habría resultado menos chocante si no la hubiera visto con la lectura aún reciente de la brillante novela Los empleados, de Olga Ravn, una obra que abarca temas de transhumanismo, colectivización, relaciones laborales, memoria y deshumanización a través de informes incompletos e inconexos y que te obliga a unir las piezas de una manera que no acaba de ofrecer una imagen completa. Ravn tiene muy claro qué es lo que quiere contar y cómo quiere hacerlo y le importa tres pimientos si el resultado va a conectar con el lector o no. Como dice Sandy Petersen en sus clases magistrales de diseño de escenarios para La llamada de Cthulhu, de lo que se ocupa es de presentar el problema: la solución es cosa de los jugadores o, en este caso, de los lectores, aunque ambos términos sean, a casi todos los efectos, sinónimos.

Pero claro, cuando escribes una novela lo único que estás poniendo en juego es tu propio tiempo y, si nadie la lee, nadie va a enterarse tampoco de su fracaso. En una película hay mucha más gente involucrada y, lo que es más importante, mucho más dinero, y uno no puede permitirse dirigir un fracaso comercial tras otro, así que Nolan se asegura de que nadie salga del cine sintiéndose tonto por no haber entendido lo que ha visto, y si hay que explicarle a Matthew McConaughey la teoría de los agujeros de gusano haciéndole lo del lápiz atravesando la hoja de papel doblada, se le explica y no pasa nada.

Podría ponerme ahora las gafas de señor enfadado y decir que Christopher Nolan es un mal narrador por demostrar esa tremenda falta de confianza en la capacidad del público para entender qué nos está contando sin muletas y explicaciones pero estaría pasando por alto que el motivo por el que anoche viera Interstellar en lugar de cualquier otra película es que nos hemos puesto en casa el reto de vernos el top de IMDB en orden descendente, y ahí estaba, como vigésimo quinta mejor película de la historia según los usuarios de ese sitio, e incluso antes de ella hemos pasado ya por otros dos títulos suyos, así que algo tendrá el agua cuando la bendicen. Y creo que aquí, en el acierto de Nolan, es donde ya no tengo más remedio que fruncir el ceño y apretar los puñitos, porque no puedo evitar odiar lo que significa.

Y es que significa lo mismo que me viene a la cabeza cuando vemos el enésimo ejemplo de político mintiendo descaradamente y alguien dice lo de: «¿es que se creen que somos tontos?», que el problema está en que no es que lo crean, sino que lo saben. Ellos saben que somos tontos y que un agitar de bandera nos hace olvidar cien mentiras, y Nolan sabe que si tratara al público como a adultos racionales la gente saldría la primera vez del cine pensando que ha visto algo sin ningún sentido que no hay quien entienda y la siguiente vez directamente no entraría siquiera. Porque bastante cansados estamos ya para encima tener que pensar en nuestro tiempo libre: el tiempo libre está para encontrar cosas que nos distraigan y nos mantengan inactivos hasta que nuestros dueños nos requieran en nuestro puesto de trabajo, no para realizarnos como personas: en nuestra sociedad, uno solo tiene valor cuando está siendo productivo o, como se dice en alemán, Arbeit macht Frei.

Y por eso, y en buena parte también por intentar agarrarse a una excusa por parte de corporaciones para mantener la propiedad de unas obras bastante lucrativas en caso de que algún día no llegue el cheque y Steamboat Willie pase a dominio público, nos están invadiendo los casos de autores clásicos a los que se decide reescribir para adaptarlos a los tiempos actuales, como dicen las notas de prensa. Primero fueron las obras infantiles de Roald Dahl y la eliminación o reemplazo de términos sexistas, racistas o vejatorios que el buen hombre incluía porque, bueno, era sexista, racista y vejatorio él mismo y no queremos que los niños piensen que las malas personas también pueden escribir libros.

Una vez protegidos los niños, sea lo que sea lo que entiendan los que toman estas decisiones por proteger, se abrió la veda y se pasa a reescribir a Ian Fleming, con el doble tirabuzón de pretender eliminar la masculinidad tóxica de un personaje considerado el epítome del hombre de verdad que, muy macho y muy valiente él, se ve que está en peligro de extinción por culpa de gente que se tiñe el pelo de azul y come tostadas de aguacate y quinoa. Y ahora le toca el turno a Agatha Christie y sus novelas de misterio, porque uno puede perdonar el asesinato, pero la gordofobia es una línea roja que no se puede cruzar bajo ningún concepto.

Podría alarmarme y ofenderme por estas transgresiones, más teniendo en cuenta que en todos estos casos estamos hablando de autores ya muertos cuyos derechos están gestionando corporaciones, pero es que hay algo que me preocupa más aún, y es el hecho de que miro a mi alrededor y me pregunto si estas violaciones no serán, dadas las circunstancias, necesarias en un mundo en el que Scorsese tiene que aclarar que no se pone del lado de Jordan Belfort, Alan Moore llora cada vez que ve a alguien citar a Rorschach con admiración o leemos al enésimo iluminado decir que Homelander es el verdadero héroe en The Boys. Nos hemos vuelto tan pasivos como lectores, jugadores o público que somos incapaces de distinguir entre un antihéroe y un villano, entre representación y apología, y nos enfrentamos a las obras no con espíritu crítico, sino como si leyéramos un manual de instrucciones. Y ya va siendo hora de que nos demos cuenta y actuemos al respecto, porque la primera vez que nos engañan es culpa suya, pero deberíamos, como mínimo, quejarnos la segunda o, aún mejor, poner algo de nuestra parte para que no vuelva a ocurrir.

No entres dócilmente en esa buena noche,
Que al final del día debería la vejez arder y delirar;
Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.

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