Arte

—Buenos días, quisiera algunos pinceles para lienzo.

La figura que había emitido esas palabras era más la de un aventurero que la de un artista. Alto y robusto, de mentón cuadrado y nariz plana, sin embargo emitía un aura de senibilidad que resultaba perturbadora en alguien de su complexión. El dueño de la tienda lo miró quizá demasiado atentamente, y al darse cuenta de su indiscreción, intentó disimularla ensayando una conversación.

—Cómo no. Aquí tiene, escójalos usted. ¿Son para un regalo?

—No, son para mí. Ya sé que no doy el tipo —rió, y su risa fue como truenos y lluvia, terrible y alegre a un tiempo—, pero soy pintor aficionado. Y estoy decidido a crear mi obra maestra.

—Le deseo suerte, entonces.

—No la necesito; tengo un secreto —dijo mientras pagaba los pinceles—. Hasta pronto, amigo.

La marcha de aquel hombre había dejado al tendero con una extraña sensación, como la que se tiene después del sexo, de una ducha en un día de verano o del abrazo de un niño. De pronto, se encontraba repleto de vida. ‘Qué hombre más peculiar’, pensó, y siguió ordenando el almacén.

Estos encuentros se fueron repitiendo con cierta asiduidad durante algunos meses, y el tendero salía siempre con la misma sensación; aquel pintor era ciertamente un hombre extraordinario, de esa clase que se encuentra contadas veces en cada generación, un hombre que rebosaba vida y la repartía entre todos los que lo trataban. Al cabo de un tiempo, sin embargo, el pintor fue experimentando un lento cambio, un proceso de debilitamiento, como si hubiera contraído alguna enfermedad. Pasadas unas semanas desde que el tendero comenzase a notar aquella merma en su más notable cliente, su estado de salud se hizo tan delicado que ya no podía acudir él mismo a la tienda, y pidió que cada semana le enviasen el pedido a casa.

El dueño de la tienda lamentó mucho este revés, pues había llegado a sentir un sincero aprecio por el pintor y, le dolía admitirlo, echaba en falta aquella energía que recibía con sus visitas, así que aquella semana decidió llevarle él mismo el pedido. Cuando llegó a la dirección que tenía apuntada, encontró la puerta entornada. Tocó con los nudillos y llamó al pintor por su nombre, pero no recibió respuesta. Nervioso y asustado, decidió entrar; abrió la puerta y recorrió el pasillo, escuchando el eco de sus pisadas sobre el suelo de madera. Cuando llegó a lo que debía ser el salón, dejó caer el paquete, boquiabierto.

Ante él se encontraba el cuerpo del pintor, marchito y demacrado, con el pincel aún en la mano y la paleta a su lado en el suelo, los colores mezclados y salpicándolo todo alrededor. Pero la vista del tendero apenas se fijó en el cadáver: frente a él se encontraba el cuadro más hermoso, más sublime que había visto en toda su vida.

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