Tu autor favorito es un gilipollas

Nunca conozcas a tus héroes, dicen, porque seguramente te decepcionarán. Quizá lo que deberíamos hacer es pensárnoslo dos veces antes de convertir a nadie en un héroe, pero el caso es que vivimos en un mundo tan caótico y carente de sentido que la tentación de delegar nuestras decisiones y valores en un icono es muy grande, y si algo tenemos de sobra son iconos.

El retrato que esta semana ha tocado tirar a la basura ha sido el de Joss Whedon, y no digo que el hombre no haya dado motivos para ello. No hace falta buscar demasiado en la historia de Hollywood, de todos modos, para comprobar que gran parte de las escenas más míticas y aclamadas fueron conseguidas por medios criticables, desde las anécdotas del desayuno de Alien o la caída de Alan Rickman en La jungla de cristal a cuestiones más graves como el tratamiento a Tippi Hedren por parte de Hitchcock en Los pájaros, el de Kubrick a Shelley Duvall en El resplandor o aquella infame escena de El último tango en París. Y a todos nos da pena el pato, pero son menos los que escupen el foie.

No falta quien pretende, cuando salen a la luz podredumbres ocultas, saltar del tren en marcha e intentar convencernos de que nunca ha viajado en él aunque tenga un compartimento a su nombre. Y voy ahora a escribir un artículo sobre cómo jamás me gustó Buffy y que forraba mi habitación con carteles de la serie y me compré todos los DVD por presión de grupo, pero siempre he sido muy listo y ya sabía que no merecía la pena.

Porque duele.

Nos duele pensar que quien creó algo que nos ha hablado muy dentro haya resultado no ser nuestra alma gemela, y cuando una obra nos ha tocado tan profundamente, redescubrir que se trata de una obra de ficción y que no estaba hecha solo para nosotros nos suena a traición, a mentira de amante. Y en la ruptura nos volvemos a engañar y nos decimos que nunca fuimos felices de verdad con esa persona, para que duela menos pensar que no recuperaremos esos momentos, porque siempre es más fácil cuando toda la culpa es del otro.

Y no es entonces tan difícil comprender el fenómeno inverso, el ataque furioso a todo lo que haya tocado el que ahora resulta ser impuro y que, por supuesto, convierte a todo el que ha disfrutado en algún momento de estas obras infectas de maldad en malvado a su vez. No sabías ni quién dirigió esta película, pero al verla estás apoyando la pedofilia, ya que el director hizo un chiste de mal gusto hace diez años. Vergüenza debería darte.

Entiendo que hay ocasiones en las que separar la obra del autor no es tan fácil, emocional ni éticamente. Si tal cómico tiene unas ideas horribles sobre un colectivo, asistir a un monólogo suyo en el que parte de los chistes sean a costa de algo que duele demasiado difícilmente va a ser compensado por la calidad del resto del espectáculo. Si cual autor ha decidido dedicar su fortuna a organizaciones terribles, comprar sus libros va a escocer más sabiendo adónde va ese dinero que le estás dando. Y, qué caramba, tu ocio es tu ocio, tu dinero es tu dinero, y nadie tiene que mandar en ambos más que tú.

Supongo que a estas alturas estarás ya esperando una moraleja, una solución a este dilema. Que separemos ética y estética, que nos informemos antes de decir en público que nos gusta algo o que apoyemos económicamente a quienes se ajusten más a nuestra ideología, pero es que no la tengo. Aún tengo los ojos rojos después de llorar como una Magdalena el final de After Life, al mismo tiempo que no sé si voy a volver a sentir lo que sentí la primera vez que leí los libros de la saga de Harry Potter, y mis sentimientos hacia Lovecraft pesan más en el platillo del asco o en el de la compasión según con qué pie me haya levantado ese día. Supongo que todo depende de cuánto de esa parte que no me gusta ver de cada autor está en cada obra concreta, o de hasta qué punto me afecte ese dolor, o de mi estado de ánimo. Supongo que ni todo es blanco o negro, ni el tono de gris es siempre el mismo.

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